El fuego que vivo

No es el color del cielo lo que me seduce, sino la sensación de lo interminable.

domingo, 13 de enero de 2019

Pasaporte al horizonte

Desperté casi sin dormir viviendo mi primera noche fuera de mi país con las emociones elevadas y los horarios torcidos, aún de madrugada y con la frente atrapada por los bandos de olas que el Océano Pacífico me había dado en recibimiento horas antes y en el que la profesión de mi oficio de diseñador gráfico me había llevado a la ciudad de Los Angeles en California. La madrugada tenía el temple de un pecho palpitante y vivo. Los ruidos del mundo —de éste otro lado del mundo— invitaban a apaciguarse, a voltearse el cuerpo y la cara a la silente corriente marina que llegaba de quién sabe qué destino lejano y bucanero en un paseo andante de arenas sueltas y suaves, llegando a esquinas solitarias y chocando por comisuras y senderos que con el tiempo formaron mis paseos y rutas de diario, a veces en bicicleta y otras corriendo, contemplando y respirando la gran compañía de un horizonte largo e interminable y de colores que confundían los bordes de todos los cielos y mares.
     Había visitado una playa apenas un par de veces a lo largo de treinta años de mi vida, y aún con la fascinación de ver mares infinitos desde siempre me consideré un hombre de naturaleza sideral y un animal de tierra firme, y nunca tuve más apegos que el de los cerros y volcanes que me recibían cada mañana de frente a mi lugar de nacimiento, el eterno romance del Popócatepetl y el Ixtaccihuatl avencidaba con Malinche, un volcán altivo y de faldas azules como el de la mujer enamorada al que la historia hacía alusión con injusticia, y otras veces, si uno ponía mas atención y antes de que el sol asomara por completo sus cabellos, uno podía observar las lejanas altitudes de otras orografías como si fueran fantasmas de otros mundos. De entre ésas tierras y aguas marinas ninguna me dejó el tatuaje de los que se quedan prendados por sus cinturas y ataviados por los susurros de una noche conjurando un festín en la memoria, hasta ése día . Desperté de un sueño de tres décadas y me instalé en el vaho de niebla a la mitad de la cornisa del día siguiente, todavía con los oídos raros y las emociones en vilo en un viaje que emprendió su ruta desde mi pueblo materno de nombre Tlaxcalancingo, apuntalado por cuatro cerros guardianes en cuyo cruce se sembró la parroquia del Santo Patrón San Bernardino, y de ahí hasta la Ciudad de México, y en el que esperé con impaciencia y nerviosismo para subirme a un avión con el corazón de un meteoro y la estampa de una beluga que me llevó por cielos inmensos y casi antagónicos de la noble tierra del país que me vivió y creció, flotando sobre tierras que parecían irrompibles, con bosques que terminaban donde empezaba un idilio entre luces y sombras de ciudades encendiéndose y apagándose con pulso de fuego, volando sobre desiertos interminables, confundiéndose con orillas de océanos y lagos escondidos entre verdores y vastos territorios de piedra y arena, con las cicatrices que millones de años fueron dejando en pulsares telúricos de tierras moviéndose y acomodándose al unísono. Me quedé atrapado entre las nubes admirando la inmensidad de planicies espectaculares y escarpados de complejos montañosos.
     El primer respiro que tuve de Venice Beach —mi destino y casa por casi cinco años— fue de un intenso olor a sal, un sutil pero sugerente aroma de inciensos y óleos de coco, rodeado de un aire cálido, condensado y sofocante. Llegué en la mitad de un verano intenso y vivo, y encontré una alfombra de playas pintadas de cuerpos tendidos sobre toallas y arenas claras asoleándose, con olas impetuosas y surfistas retando sus crestas blancas y en espera de impulsos de un océano bravo hasta que llegaran las mansedumbres de otoño, con sus músculos invisibles e incesantes empujándose hasta las orillas, de gaviotas divisando desde el aire bocados de peces y almuerzos distraídos de turistas venidos de todas partes y soles. Llegué justo a mediodía de un julio rocinante y alegre. La ciudad se movía interminable, con pulso de gigante y aires de locomotora.
     Tuve la suerte de ser recibido por palabras amables pero con rostro de conjeturas serias y gestos adustos de un agente migratorio que se apiadó de mi tartamudeo y con paciencia, me llevó hasta la información que necesitaba y me dio la bienvenida a los Estados Unidos de América. La conmoción de llegar a una ciudad y un país que me resultaba por completo desconocido, y encontrar gente emprendedora de sus propios sueños como los míos, de a poco me fue dando amigos y hermanos de circunstancia, y que hoy llevo en el corazón donde quiera que vaya. Muchos de ellos venidos de otros rincones del mundo aún mas lejanos del que yo había venido. Atravesaron continentes y océanos enteros para llegar al mismo lugar, y la geografía parecía ser una atenuante a la adversidad en que muchos llegamos de ser desconocidos pero reconocidos entre si por navegantes, balbuceando un idioma que hasta entonces no era propio y sin entenderlo del todo, y un poco en la mecánica trompicada y vergonzosa de hablar con monosílabos tartamudos, tímidos, disléxicos y confusos, a veces estorbándose entre si y otras accidentándose todos al mismo tiempo.
     Pasado el tiempo fui encontrando abrigo entre una ciudad con espíritu de Babel y maquinaria políglota, y me fui sorprendiendo de la gran amplitud de palabras y lenguas distintas a la mía habitando el mismo espacio. Después de la Ciudad de México —en la que viví años atrás por cerca de cuatro años—, nunca imaginé ver otra ciudad tan compleja e interminable. Los Ángeles vivía con vena de candor mexicano por casi donde fuera, justo cómo de donde vino atrás en el tiempo, como de una misma patria pero partida por el litigio de otras épocas, y ese aire de familiaridad me ponía sereno. Presentía que sin conocer a nadie también vería las caras conocidas de gente de otra patria en otro suelo como yo lo era. Casi cualquier calle o avenida que transitara tenía reminiscencias de quién se trajo el alma en las bolsas y la casa en los pasos. Lo mismo conocí comerciantes de algún punto de Asia como familias oaxaqueñas en adornos de Istmo. También descubrí europeos en diáspora y americanos del sur continental buscando los mismos horizontes, y la casualidad y providencia me llevó a compatriotas ablandando carnes y preparando sopas como fundamento al milagro de encontrar en un plato los sabores del barrio y la casa. También fui convidado a fiestas de indios de la India, ellos sospechando mi apariencia como suya e incluyéndome en los convites sin saber que por mi cuerpo corría sangre de hechuras nahuas.
 Encuentros y desencuentros sucedieron tanto como suceden en la vida, que me enseñó mucho pero también me puso el precio alto de estar lejos de la casa.
     Por casi media década fui y regresé por mas de una veintena de veces a los brazos maternos de mi casa y lienzos de familia, y siempre volver y regresar era revivir la primera vez que uno trae de un sitio que se le atoró entre las palabras y los días. Volver se volvió un hábito para amansar las raíces, para expiar el gozo de haber encontrado otro sitio en el mundo que se pudiese comparar al romance de sentirse hecho en un lugar lejos de otro. No fui de dos países sino del mío propio, el del rojovivo de vivir sin distinción de fronteras, el de cariños que desvanecieron aduanas y sentimientos sin líneas divisorias. Encontré compatriotas que dejaron sus casas con la esperanza de encontrar un buen destino, un buen mañana que les devolviera la sonrisa que la adversidad y la necesidad les fue carcomiendo, y muchos se fueron con la fantasía del sueño americano sin pasaporte de entrada y un futuro incierto, y otros llegaron aprestándose a comerse el mundo, y muchos terminaron afianzando el punto de partida en sus vidas en el sol de cada mañana y el mejor remedio a no morir en el intento como premisa a ver sus sueños cumplidos.
     Con el tiempo fui aprendiendo del alcance de las palabras de mi lengua, también a entender la razón que mis padres tuvieron de perpetuarse en sus diez hijos, de encontrar el valor a la tierra y a dilucidar el propósito de un surco y las horas justas de sembrar y cosechar, a apreciar la vista de los cielos azules del valle de Cholula y sus montañas guardianas, a mirar con orgullo el pasado y a aprender de costumbres enfundadas en la profunda maceración de los siglos. Empecé a ser mas Yo y a Ser a través del legado que había dejado a los costados, a traer del pasado el testamento que mis padres y abuelos me dejaron como fundamento a la herencia de mis hijos.
     Entre ésos cinco años hubo un sabático destinado a ver por primera vez la luz de mi presente en el aliento de mi hija, y decidí ser su cuidador y andadera, su maestro y su alumno, el puntal de sus primeros días y el guardián de sus sueños. Decidí que naciera en México y me volví a casa por un año entero hasta casi dejarla en el umbral de sus primeros pasos solistas, e interrumpí mi aventura de andante para ser origen de otro tiempo, que no el mío en primera persona como hijo, sino el de ser padre. El viaje se volvió aún mas intenso, reposar los adobes de una vida y depositarlas en otra se volvió en un nuevo emprendimiento de ruta. Vivir entre el espacio de un abrazo y la guardia de un hijo se volvió mi nueva geografía. Seguir sus pasos y acentuar los ojos atendiendo cualquier descuido con alerta me trajo la experiencia y el recuerdo de cuando un día en una mañana de julio pude yo despertar a una fantasía habitada en un país vecino y en la sábana envuelta en mi pecho de mi bandera de águila al centro, y entender que a veces ir es apenas la mitad del camino, y que regresar es justo la forma para ir mas lejos, y que la casa es donde uno empieza a hacer el origen del nido, a labrar el camino de los que retomarán la ruta, no donde uno nace sino dónde uno crece y decide llamar a su sitio hogar y patria.
     Cuando regresé a Los Ángeles también supe que un día me llamaría el destino para emprender la vuelta, y así sucedió. Un cáncer violento y carnívoro se sembró al interior del cuerpo de mi madre y eso me hizo llenar las alforjas y regresar en una estancia definitiva. Mi madre murió meses después y le secundó la última de mis abuelas por una vejez terminal, y entonces apareció el palpitar de mi segundo hijo en el camino. Mi viaje por la vida recién se estaba abriendo a otros horizontes, y la vida me ha dado el pasaporte para entender que las rutas no me hacen de aquí o de allá, sino que soy residente de todas partes.

domingo, 11 de febrero de 2018

Centenario

—Usted va a vivir cien años— decía yo con insistencia a mi madre que tendría una vida larga y plena que terminé de dar por hecho ese presagio con gran optimismo e ilusión. Ella asentía con la misma cadencia de su más de medio siglo de años, el ramillete de lustros en que llevaba su viudez sin remedio y sus ojos que mas que mirar bonito radiaban calma, parsimonia y acompaño. Ella decía que si, que se instalaría en su centuria si Dios quería y la Virgen Maria también, y se encomendaba al pilar de sus devociones de diario, a un San Benito y un rosario que se sujetaba al cuello sin falta a cada mañana con pulso suave pero firme.
De cuando en cuando platicábamos de qué haría con los hijos de sus hijos y cómo los llamaría. Ella, siempre convencida de que los conceptos simples le encarnarían los cariños con mas facilidad y calma para no enrollarse como lo hacía con los nombres de su decena de hijos, que a veces llamaba con el nombre de otro o recitaba varios a un mismo tiempo esperando atinar al que buscaba, o para ver si alguno llegaba mas presto y triunfante para resolverle en la ayuda que le aquejaba. De repente en su prisa de volverse abuela decidió llamar a todos hijo o hija, y daba lo mismo que lo fueran o no, si no las nueras o los yernos, los nietos o las nietas, los sobrinos o los quien sea que se acercaran a hablarle. Ése don universal de hacerse abuela de todos le hizo ser apreciada donde sea. A mi se me quedó esa costumbre pero con un espíritu mas chabacano y placero.
El día en que le diagnosticaron un cáncer en el centro de su cuerpo, me tomé de los extremos de mi humanidad para no caer al vacío del espanto, y decidí regresar de un país que me tuvo ocupado en todo y desubicado de sus dolencias de cuerpo y sus emociones maltrechas. Era una persona que se aventuraba a preguntar  por la salud de los demás y acto seguido empezaba a preocuparse y solicitaba desde lo mas sentido de sus creencias los alivios necesarios para que resolvieran con prontitud las contingencias que habitaban el espíritu y el cuerpo, aunque ella misma se guardaba sus dolencias bajo la llave de punzones secretos hasta que le salía un gesto o una seña que fuera pública y notable, o más aún, que le hiciera decir que algo le dolía. Desde que se volvió parte del grupo de las señoras de La Vela Perpetua, se daban a la tarea de visitar una o dos veces a la semana a personas que no podían levantarse mas para asistir a los oficios religiosos, muchos de ellos eran de edad avanzada cuyas fuerzas habían sido vencidas por los años, y les llevaban consuelo y palabras dulces, y a veces les llevaban obleas de comunión de la iglesia pero también compañía de estar lado a lado, navegando en su idilio de dolores y tremores de cuerpo.
Mi mamá siempre iba al médico con sigilo y sin espectáculos de más ni de menos, y esperaba con paciencia y atendía con rigor sus recetas y prescripciones. A veces también se tomaba los consejos de remedios caseros venidos de alguien cercano y de confianza, y otras veces se encomendaba a la creencia de algún personaje iluminado y pontificio para que simplemente pasaran los síntomas o se aminoraran las consecuencias de un dolor hasta verse desvanecidos con el tiempo. Creía en los milagros aunque muchas veces no llegaran cuando se les necesitaba, invocaba con absoluta fe a que las casualidades fueran afortunadas y con ello se conformaba.
El día que llegué con mi vuelta en las maletas y me instalé en una silla de hospital que crujía con las mismas dolencias de las preocupaciones de los pacientes enfermos e impacientes cuidadores, me consoló y me apretó el alma para que no se me cayeran los lienzos de mi retrato en la cara, como cuando niños dábamos tumbos y terminábamos embistiendo nuestras aventuranzas hasta que nos terminaban apretando la cabeza con un pañuelo rojo o un trapo de lo que sea como si fuera una gran calabaza a punto de romperse y si era necesario también encimarnos fomentos de agua fría con su justa carga de regaños, precisamente como lo hacía mi abuela Tomasita para que no se nos partiera la guasmoya y se nos cayeran los trozos de incorregibles y traviesos quehaceres de ser niños. Caí en la cuenta de que mientras hablábamos entre los pequeños ratos que le dejaban sus medicaciones, me estaba dando lo mismo que siempre amé de sus pláticas: tés de consuelo y caricias en la forma de palabras serenas y tranquilas.
Tras atravesar por varios días de rigor hospitalario quiso irse a su casa, que era la de todos, la de siempre y de la vida, la que hizo y levantó con sus propias manos con su esposo y mi padre y que fue adornando y acomodando querencias, cazuelas y cariños por los rincones y cornisas, y con un diagnóstico de pocas expectativas y su necedad a encontrar en sus dominios la calma para ver que todo estaba en orden y en su sitio. En las consecuentes semanas la vi aceptando su situación y su destino, agrandando y agradeciendo su estar en la vida de ella y de sus hijos hasta presenciar en cada uno cuando fueron encontrando su madurez en sus pasos y sus sitios por la vida, aún a costa de verse de poco en poco inhabitada y menos concurrida.
Un día de floreciente primavera platicamos de las cosas que le preocupaban y de pequeñas pero cuantiosas verdades que traía sosteniendo de otros tiempos, los dos asumimos que ella se iría pronto, y nos abrazamos tanto y tan fuerte, que aún el día de hoy persiste ése apretón de emociones y deseos de buena suerte y fortuna fuésemos a dónde fuésemos por el tiempo. Supe que su centuria estaba en entredicho y no quise reclamarle al esperanzarme por el tiempo prometido de su compañía. Quise en cambio compartir la noticia de que iba a ser abuela otra vez, que su segundo nieto proveniente de éste su sexto hijo traería la esperanza de poder quedarse otro poquito para verlo, pero la enfermedad de ella tampoco se lo permitió.
Mi mamá murió a los sesenta y tres años, pero yo cumplí aquél año los treinta y siete, y en la suma de las edades de los dos nos dio un providencial centenario, la casualidad me abrazó como si un milagro afortunado en los años no vividos de mi madre y en los de vivo y andante de éste su hijo que le escribe. Hallé en ello un poco de consuelo a no sentirme tan adolorido entre las ruinas que me quedaron tras su partida. Con el tiempo he aprendido a dilucidar que la vida de las personas que habitamos éste mundo no son los años que cada uno va llevando y embodegando en los papeles y los calendarios, sino que somos también los años de los otros, que las edades se encaraman entre los siglos y las generaciones que las familias atraviesan entretejiendo sus historias, alargando sus madejas entre ecos que van haciéndose entre las improntitudes de sus memorias. He aprendido que los siglos no los hacemos en primera persona, sino entre un colectivo de presencias que se cruzan por los caminos, que van dejando sus huellas en los pasos de otros, y que entre todos, hacemos las piedras que van construyendo las mismas montañas que habitamos y vivimos. He sido mis años y también estuve en los de mi mamá, y eso me ha dado el consuelo de haber estado en el siglo que habitamos, y ahora, cumplir nuevos en ésta otredad que soy junto a mis hijos.

miércoles, 10 de diciembre de 2014

Vivo

¿A dónde irían mis pasos? Me pregunto si mañana estaré donde me imagino. Tengo fe de que si, porque el soñar es apenas la mitad de mis delirios, lo que me da energía para escalar montañas, que cuando se llega a una, se crea una nueva altitud: la de sí mismo. Que aprender es una constante de un camino con ires y venires, que ascender es lo mismo que mar adentro y cielo abierto, que los límites para el creador son un círculo de infinidades posibles, de inimaginables circunstancias y vastedad de rutas por vivir. Lo que me inspira es continuar cada día, llegar a donde quiero, dibujar la senda por la que quisiera transitar, de que el fruto de mi esfuerzo, es la suma de mis convicciones realizadas. Es ser yo, vivo.

*Texto que escribí hace algunos años para mis alumnos de diseño en la BUAP para el día de su graduación. En ése entonces vivía en Los Angeles y envié una grabación en audio para que mis muchachos lo recibieran a manera de sorpresa y que el buen Fortino Benitez, alumno parte de ésa generación, tuvo el buen tino de animarla.


miércoles, 3 de diciembre de 2014

Correr lo vuelve a uno incansable

Correr me ha dejado lecciones sobre la vida que me dan motivo para continuar sin detenerme. Algunas reflexiones son constantes mientras corro:
  1. No mires nunca cuanto te falta, sino cuanto has hecho de camino.
  2. No hay meta difícil sin ruta que no lo sea.
  3. Ganar es importante, más aún cuando eres tú el rival a vencer.
  4. No pares. Mientras tus piernas te sostengan, tu mente hará hasta el último esfuerzo.
  5. Llega. Incluso si lo haces caminando. No te permitas quedarte a medias en el camino con el pensamiento de haber podido lograrlo.
  6. Si tu objetivo es romper tu marca en tiempo, distancia o condición estás en el buen camino. Después de todo, la vida es también cuestión de tiempo, distancia y condición, y a todas, de una otra manera, se llega.
  7. Cuando corres, te vuelves ejemplo de cómo eres en la vida. Hay quién se rinde antes de dar un sólo paso, y hay quién vence con sólo decidirse a hacerlo.
  8. Correr cansa, como vivir. Duele el cuerpo y es parte de la carrera, como vivir. Uno está expuesto a los elementos naturales de la vida, pero el aire, el agua, el sol, el viento, el suelo, son necesarios para que la carrera tenga vida, justo como es cada día que vivimos.
  9. Cada vez que cruces una meta, será la confirmación de que puedes hacerlo también en otras circunstancias de la vida: en tu trabajo, con la familia, como persona.
  10. Si sientes que te falta un incentivo para iniciar algo, empieza por levantarte, después caminar, entonces trotar y luego correr, y ponte metas mas largas y ambiciosas, porque ya antes lo hiciste en tu lucha por la vida, porque es justamente en la manera en que desde que nacemos aprendimos a levantarnos y a enemistarnos con quedarnos en el mismo sitio. Es justamente lo que hacemos cada día: levantarse y emprender rutas en busca de encontrar las adecuadas.
  11. Se aprende a valorar la inmensidad del mundo: la grandiosa luz, la profunda oscuridad, la vitalidad del aire, la dureza del frío, el despertar del día, la hora en que sale el sol por la mañana, los colores de la tarde cuando se esconde, se miran las estaciones del año, la mirada se prende de borbotones de flores silvestres, se conoce gente, se ve el despertar de los lugares. El mundo es otro cuando corres, porque te alcanza en su más pura naturaleza.
  12. Correr enseña mucho. No solamente recorre distancias y rutas: es una pista para ponerse desafíos cada vez más altos.

Si. De correr se aprende mucho. Algún día llegaré a hacer maratones, o vueltas al mundo, porque mientras se corre, también se sueña. Cada que corro, pienso mas y mejor: en mi familia, de mi mismo, en el trabajo, de mis proyectos, mi país y de mi lugar en el mundo. Correr lo vuelve a uno incansable.

lunes, 23 de junio de 2014

Pensar en México me hace pensar en grande

Quisiera hablar de mi patria como la vivo cada día. Nada me inspira mas ni me define mejor que el espíritu de mi pasado y a dónde me ha llevado. Reflexionar de dónde vengo y reconocer en la siembra de mis pasos lo que por adopción hago me hace sentir que hoy no es día para levantarse con pesimismo con una perspectiva de futuro agria y dolorosa, porque vivir a México a través de sus fronteras y fuera de ellas me ha llevado a reafirmar el sentido de vivir mi identidad entre símbolos y sentires que poco tienen que ver con lo que la mercadotecnia vende como nación. Hablar de México para mi es algo mas primigenio, mas una serie de cantos y acordes de la naturaleza, dónde mis ojos son noria de mi alma al recordar el olor del surco, el murmurar de los pájaros por la mañana, el
hermosísimo velo del amanecer y sus mañanas tostadas por un sol labrante, implacable y generoso; donde la veta del árbol es herida y sudor de atlante, de los brazos protectores del campo. Vivo marcado por lo que serán mis cenizas.
Hablar de mi tierra es también explicar el porque de los colores de mi bandera y lo que sostiene, lo que vive sobre una tierra llena de agua, sal y espinas, literal. Una planta tan noble como el nopal debe decir muchas cosas: tan punzante como protectora, tan alimento como casa, tan agua como carne. Hablar de su águila feroz sosteniendo una serpiente al centro de su abrazo es como el guerrero tenaz que se levanta día a día con sus sueños, con sus garras que son arco y su serpiente flecha, símbolo de sabiduría y fortaleza, fauna de hombres construídos en mitologías de ensueño y que tienen forma de leyenda. Es el mismo mexicano que ha surcado en las dificultades de sus historias a lo largo de los siglos. Mi bandera no solo es un lienzo de fibras y ojales, es el espíritu que ampara quienes somos y de dónde venimos, los del campo y la ciudad, indígenas y mestizos, los que por adopción han tomado a México como patria, los huérfanos que ha acogido, los que han llevado a su pueblo mas alla del vientre que los origina, aquellos que cada día trabajan y piensan en como llevar el suelo al cielo, en los que cosechan y comparten, en los que ayudan al que necesita, en el que vive su humildad como su mayor riqueza, en el que vive su riqueza con humildad, en el que cree y hace justicia, en el que piensa que el futuro puede ser mejor. Y és.
Vivir a México mas alla de su geografía, de sus mapas que son códices pintados de agua y tierra, y estar lejos de ella me ha enseñado a acercarme, a aprender con mayor euforia de dónde vengo y pensar a dónde quiero ir. Ése lugar es y siempre ha sido México. Si es que algún día me fui. Regresar también debe significar ir mas lejos, porque son dos veces el camino del esfuerzo: el de ir y volver. Los hilos de la vida me han conducido por muchas rutas; bordando patria, mirando ahoras, dibujando pasos. Mi patria no éstá lejos de mi, porque yo también soy México y vivo a sus mismas horas, sufro sus heridas y sueño con sus montañas y cielos plenos, añoro verla cada día para hacer lo mejor posible, para inventarle mejores horas con el trazo de mis pasos.
México publicita centurias de patria y libertad en años símbolos, pero debería ser cada mañana. No solo hay que hacer mas escuelas, sino mejores maestros y alumnos. No sólo hay que hacer mas hospitales, sino a enseñarle a la gente a vivir con salud para que no se enferme. Hoy no hay que reparar catástrofes sino prevenirlas. Hoy no solo hay que pedir justicia, sino gobiernos mas honestos y policías confiables, que respeten al pie de la letra lo que se ha construido en nuestra Constitución. Hoy no hay que darle dinero al pobre, sino a enseñarle cómo multiplicarlo. Hoy no hay que anunciar cuántos empleos se generaron, porque trabajo sobra, hacer de nuestro corazón nuestra mejor estadística estadísticas. Hoy no hay que combatir al crimen, hay que hacer mejores ciudadanos. Falta creatividad en nuestro sistema de gobierno, que rapiña con las necesidades de sus gobernados, que cierra los ojos ante las verdaderos retos para llevar al país de frente y no comparte cerebro en cada parte que lo articula. Hoy no es uno con el pueblo. Parece que transformar al país es un milagro. Los siglos demuestran que para seguir andando hay que hacer mas y mejores caminos. Hoy a todos nos toca poner los pies en la tierra con la cara al cielo. Hoy hay que pensar en México para pensar en grande.