El fuego que vivo

No es el color del cielo lo que me seduce, sino la sensación de lo interminable.

domingo, 11 de febrero de 2018

Centenario

—Usted va a vivir cien años— decía yo con insistencia a mi madre que tendría una vida larga y plena que terminé de dar por hecho ese presagio con gran optimismo e ilusión. Ella asentía con la misma cadencia de su más de medio siglo de años, el ramillete de lustros en que llevaba su viudez sin remedio y sus ojos que mas que mirar bonito radiaban calma, parsimonia y acompaño. Ella decía que si, que se instalaría en su centuria si Dios quería y la Virgen Maria también, y se encomendaba al pilar de sus devociones de diario, a un San Benito y un rosario que se sujetaba al cuello sin falta a cada mañana con pulso suave pero firme.
De cuando en cuando platicábamos de qué haría con los hijos de sus hijos y cómo los llamaría. Ella, siempre convencida de que los conceptos simples le encarnarían los cariños con mas facilidad y calma para no enrollarse como lo hacía con los nombres de su decena de hijos, que a veces llamaba con el nombre de otro o recitaba varios a un mismo tiempo esperando atinar al que buscaba, o para ver si alguno llegaba mas presto y triunfante para resolverle en la ayuda que le aquejaba. De repente en su prisa de volverse abuela decidió llamar a todos hijo o hija, y daba lo mismo que lo fueran o no, si no las nueras o los yernos, los nietos o las nietas, los sobrinos o los quien sea que se acercaran a hablarle. Ése don universal de hacerse abuela de todos le hizo ser apreciada donde sea. A mi se me quedó esa costumbre pero con un espíritu mas chabacano y placero.
El día en que le diagnosticaron un cáncer en el centro de su cuerpo, me tomé de los extremos de mi humanidad para no caer al vacío del espanto, y decidí regresar de un país que me tuvo ocupado en todo y desubicado de sus dolencias de cuerpo y sus emociones maltrechas. Era una persona que se aventuraba a preguntar  por la salud de los demás y acto seguido empezaba a preocuparse y solicitaba desde lo mas sentido de sus creencias los alivios necesarios para que resolvieran con prontitud las contingencias que habitaban el espíritu y el cuerpo, aunque ella misma se guardaba sus dolencias bajo la llave de punzones secretos hasta que le salía un gesto o una seña que fuera pública y notable, o más aún, que le hiciera decir que algo le dolía. Desde que se volvió parte del grupo de las señoras de La Vela Perpetua, se daban a la tarea de visitar una o dos veces a la semana a personas que no podían levantarse mas para asistir a los oficios religiosos, muchos de ellos eran de edad avanzada cuyas fuerzas habían sido vencidas por los años, y les llevaban consuelo y palabras dulces, y a veces les llevaban obleas de comunión de la iglesia pero también compañía de estar lado a lado, navegando en su idilio de dolores y tremores de cuerpo.
Mi mamá siempre iba al médico con sigilo y sin espectáculos de más ni de menos, y esperaba con paciencia y atendía con rigor sus recetas y prescripciones. A veces también se tomaba los consejos de remedios caseros venidos de alguien cercano y de confianza, y otras veces se encomendaba a la creencia de algún personaje iluminado y pontificio para que simplemente pasaran los síntomas o se aminoraran las consecuencias de un dolor hasta verse desvanecidos con el tiempo. Creía en los milagros aunque muchas veces no llegaran cuando se les necesitaba, invocaba con absoluta fe a que las casualidades fueran afortunadas y con ello se conformaba.
El día que llegué con mi vuelta en las maletas y me instalé en una silla de hospital que crujía con las mismas dolencias de las preocupaciones de los pacientes enfermos e impacientes cuidadores, me consoló y me apretó el alma para que no se me cayeran los lienzos de mi retrato en la cara, como cuando niños dábamos tumbos y terminábamos embistiendo nuestras aventuranzas hasta que nos terminaban apretando la cabeza con un pañuelo rojo o un trapo de lo que sea como si fuera una gran calabaza a punto de romperse y si era necesario también encimarnos fomentos de agua fría con su justa carga de regaños, precisamente como lo hacía mi abuela Tomasita para que no se nos partiera la guasmoya y se nos cayeran los trozos de incorregibles y traviesos quehaceres de ser niños. Caí en la cuenta de que mientras hablábamos entre los pequeños ratos que le dejaban sus medicaciones, me estaba dando lo mismo que siempre amé de sus pláticas: tés de consuelo y caricias en la forma de palabras serenas y tranquilas.
Tras atravesar por varios días de rigor hospitalario quiso irse a su casa, que era la de todos, la de siempre y de la vida, la que hizo y levantó con sus propias manos con su esposo y mi padre y que fue adornando y acomodando querencias, cazuelas y cariños por los rincones y cornisas, y con un diagnóstico de pocas expectativas y su necedad a encontrar en sus dominios la calma para ver que todo estaba en orden y en su sitio. En las consecuentes semanas la vi aceptando su situación y su destino, agrandando y agradeciendo su estar en la vida de ella y de sus hijos hasta presenciar en cada uno cuando fueron encontrando su madurez en sus pasos y sus sitios por la vida, aún a costa de verse de poco en poco inhabitada y menos concurrida.
Un día de floreciente primavera platicamos de las cosas que le preocupaban y de pequeñas pero cuantiosas verdades que traía sosteniendo de otros tiempos, los dos asumimos que ella se iría pronto, y nos abrazamos tanto y tan fuerte, que aún el día de hoy persiste ése apretón de emociones y deseos de buena suerte y fortuna fuésemos a dónde fuésemos por el tiempo. Supe que su centuria estaba en entredicho y no quise reclamarle al esperanzarme por el tiempo prometido de su compañía. Quise en cambio compartir la noticia de que iba a ser abuela otra vez, que su segundo nieto proveniente de éste su sexto hijo traería la esperanza de poder quedarse otro poquito para verlo, pero la enfermedad de ella tampoco se lo permitió.
Mi mamá murió a los sesenta y tres años, pero yo cumplí aquél año los treinta y siete, y en la suma de las edades de los dos nos dio un providencial centenario, la casualidad me abrazó como si un milagro afortunado en los años no vividos de mi madre y en los de vivo y andante de éste su hijo que le escribe. Hallé en ello un poco de consuelo a no sentirme tan adolorido entre las ruinas que me quedaron tras su partida. Con el tiempo he aprendido a dilucidar que la vida de las personas que habitamos éste mundo no son los años que cada uno va llevando y embodegando en los papeles y los calendarios, sino que somos también los años de los otros, que las edades se encaraman entre los siglos y las generaciones que las familias atraviesan entretejiendo sus historias, alargando sus madejas entre ecos que van haciéndose entre las improntitudes de sus memorias. He aprendido que los siglos no los hacemos en primera persona, sino entre un colectivo de presencias que se cruzan por los caminos, que van dejando sus huellas en los pasos de otros, y que entre todos, hacemos las piedras que van construyendo las mismas montañas que habitamos y vivimos. He sido mis años y también estuve en los de mi mamá, y eso me ha dado el consuelo de haber estado en el siglo que habitamos, y ahora, cumplir nuevos en ésta otredad que soy junto a mis hijos.