El fuego que vivo

No es el color del cielo lo que me seduce, sino la sensación de lo interminable.

domingo, 13 de enero de 2019

Pasaporte al horizonte

Desperté casi sin dormir viviendo mi primera noche fuera de mi país con las emociones elevadas y los horarios torcidos, aún de madrugada y con la frente atrapada por los bandos de olas que el Océano Pacífico me había dado en recibimiento horas antes y en el que la profesión de mi oficio de diseñador gráfico me había llevado a la ciudad de Los Angeles en California. La madrugada tenía el temple de un pecho palpitante y vivo. Los ruidos del mundo —de éste otro lado del mundo— invitaban a apaciguarse, a voltearse el cuerpo y la cara a la silente corriente marina que llegaba de quién sabe qué destino lejano y bucanero en un paseo andante de arenas sueltas y suaves, llegando a esquinas solitarias y chocando por comisuras y senderos que con el tiempo formaron mis paseos y rutas de diario, a veces en bicicleta y otras corriendo, contemplando y respirando la gran compañía de un horizonte largo e interminable y de colores que confundían los bordes de todos los cielos y mares.
     Había visitado una playa apenas un par de veces a lo largo de treinta años de mi vida, y aún con la fascinación de ver mares infinitos desde siempre me consideré un hombre de naturaleza sideral y un animal de tierra firme, y nunca tuve más apegos que el de los cerros y volcanes que me recibían cada mañana de frente a mi lugar de nacimiento, el eterno romance del Popócatepetl y el Ixtaccihuatl avencidaba con Malinche, un volcán altivo y de faldas azules como el de la mujer enamorada al que la historia hacía alusión con injusticia, y otras veces, si uno ponía mas atención y antes de que el sol asomara por completo sus cabellos, uno podía observar las lejanas altitudes de otras orografías como si fueran fantasmas de otros mundos. De entre ésas tierras y aguas marinas ninguna me dejó el tatuaje de los que se quedan prendados por sus cinturas y ataviados por los susurros de una noche conjurando un festín en la memoria, hasta ése día . Desperté de un sueño de tres décadas y me instalé en el vaho de niebla a la mitad de la cornisa del día siguiente, todavía con los oídos raros y las emociones en vilo en un viaje que emprendió su ruta desde mi pueblo materno de nombre Tlaxcalancingo, apuntalado por cuatro cerros guardianes en cuyo cruce se sembró la parroquia del Santo Patrón San Bernardino, y de ahí hasta la Ciudad de México, y en el que esperé con impaciencia y nerviosismo para subirme a un avión con el corazón de un meteoro y la estampa de una beluga que me llevó por cielos inmensos y casi antagónicos de la noble tierra del país que me vivió y creció, flotando sobre tierras que parecían irrompibles, con bosques que terminaban donde empezaba un idilio entre luces y sombras de ciudades encendiéndose y apagándose con pulso de fuego, volando sobre desiertos interminables, confundiéndose con orillas de océanos y lagos escondidos entre verdores y vastos territorios de piedra y arena, con las cicatrices que millones de años fueron dejando en pulsares telúricos de tierras moviéndose y acomodándose al unísono. Me quedé atrapado entre las nubes admirando la inmensidad de planicies espectaculares y escarpados de complejos montañosos.
     El primer respiro que tuve de Venice Beach —mi destino y casa por casi cinco años— fue de un intenso olor a sal, un sutil pero sugerente aroma de inciensos y óleos de coco, rodeado de un aire cálido, condensado y sofocante. Llegué en la mitad de un verano intenso y vivo, y encontré una alfombra de playas pintadas de cuerpos tendidos sobre toallas y arenas claras asoleándose, con olas impetuosas y surfistas retando sus crestas blancas y en espera de impulsos de un océano bravo hasta que llegaran las mansedumbres de otoño, con sus músculos invisibles e incesantes empujándose hasta las orillas, de gaviotas divisando desde el aire bocados de peces y almuerzos distraídos de turistas venidos de todas partes y soles. Llegué justo a mediodía de un julio rocinante y alegre. La ciudad se movía interminable, con pulso de gigante y aires de locomotora.
     Tuve la suerte de ser recibido por palabras amables pero con rostro de conjeturas serias y gestos adustos de un agente migratorio que se apiadó de mi tartamudeo y con paciencia, me llevó hasta la información que necesitaba y me dio la bienvenida a los Estados Unidos de América. La conmoción de llegar a una ciudad y un país que me resultaba por completo desconocido, y encontrar gente emprendedora de sus propios sueños como los míos, de a poco me fue dando amigos y hermanos de circunstancia, y que hoy llevo en el corazón donde quiera que vaya. Muchos de ellos venidos de otros rincones del mundo aún mas lejanos del que yo había venido. Atravesaron continentes y océanos enteros para llegar al mismo lugar, y la geografía parecía ser una atenuante a la adversidad en que muchos llegamos de ser desconocidos pero reconocidos entre si por navegantes, balbuceando un idioma que hasta entonces no era propio y sin entenderlo del todo, y un poco en la mecánica trompicada y vergonzosa de hablar con monosílabos tartamudos, tímidos, disléxicos y confusos, a veces estorbándose entre si y otras accidentándose todos al mismo tiempo.
     Pasado el tiempo fui encontrando abrigo entre una ciudad con espíritu de Babel y maquinaria políglota, y me fui sorprendiendo de la gran amplitud de palabras y lenguas distintas a la mía habitando el mismo espacio. Después de la Ciudad de México —en la que viví años atrás por cerca de cuatro años—, nunca imaginé ver otra ciudad tan compleja e interminable. Los Ángeles vivía con vena de candor mexicano por casi donde fuera, justo cómo de donde vino atrás en el tiempo, como de una misma patria pero partida por el litigio de otras épocas, y ese aire de familiaridad me ponía sereno. Presentía que sin conocer a nadie también vería las caras conocidas de gente de otra patria en otro suelo como yo lo era. Casi cualquier calle o avenida que transitara tenía reminiscencias de quién se trajo el alma en las bolsas y la casa en los pasos. Lo mismo conocí comerciantes de algún punto de Asia como familias oaxaqueñas en adornos de Istmo. También descubrí europeos en diáspora y americanos del sur continental buscando los mismos horizontes, y la casualidad y providencia me llevó a compatriotas ablandando carnes y preparando sopas como fundamento al milagro de encontrar en un plato los sabores del barrio y la casa. También fui convidado a fiestas de indios de la India, ellos sospechando mi apariencia como suya e incluyéndome en los convites sin saber que por mi cuerpo corría sangre de hechuras nahuas.
 Encuentros y desencuentros sucedieron tanto como suceden en la vida, que me enseñó mucho pero también me puso el precio alto de estar lejos de la casa.
     Por casi media década fui y regresé por mas de una veintena de veces a los brazos maternos de mi casa y lienzos de familia, y siempre volver y regresar era revivir la primera vez que uno trae de un sitio que se le atoró entre las palabras y los días. Volver se volvió un hábito para amansar las raíces, para expiar el gozo de haber encontrado otro sitio en el mundo que se pudiese comparar al romance de sentirse hecho en un lugar lejos de otro. No fui de dos países sino del mío propio, el del rojovivo de vivir sin distinción de fronteras, el de cariños que desvanecieron aduanas y sentimientos sin líneas divisorias. Encontré compatriotas que dejaron sus casas con la esperanza de encontrar un buen destino, un buen mañana que les devolviera la sonrisa que la adversidad y la necesidad les fue carcomiendo, y muchos se fueron con la fantasía del sueño americano sin pasaporte de entrada y un futuro incierto, y otros llegaron aprestándose a comerse el mundo, y muchos terminaron afianzando el punto de partida en sus vidas en el sol de cada mañana y el mejor remedio a no morir en el intento como premisa a ver sus sueños cumplidos.
     Con el tiempo fui aprendiendo del alcance de las palabras de mi lengua, también a entender la razón que mis padres tuvieron de perpetuarse en sus diez hijos, de encontrar el valor a la tierra y a dilucidar el propósito de un surco y las horas justas de sembrar y cosechar, a apreciar la vista de los cielos azules del valle de Cholula y sus montañas guardianas, a mirar con orgullo el pasado y a aprender de costumbres enfundadas en la profunda maceración de los siglos. Empecé a ser mas Yo y a Ser a través del legado que había dejado a los costados, a traer del pasado el testamento que mis padres y abuelos me dejaron como fundamento a la herencia de mis hijos.
     Entre ésos cinco años hubo un sabático destinado a ver por primera vez la luz de mi presente en el aliento de mi hija, y decidí ser su cuidador y andadera, su maestro y su alumno, el puntal de sus primeros días y el guardián de sus sueños. Decidí que naciera en México y me volví a casa por un año entero hasta casi dejarla en el umbral de sus primeros pasos solistas, e interrumpí mi aventura de andante para ser origen de otro tiempo, que no el mío en primera persona como hijo, sino el de ser padre. El viaje se volvió aún mas intenso, reposar los adobes de una vida y depositarlas en otra se volvió en un nuevo emprendimiento de ruta. Vivir entre el espacio de un abrazo y la guardia de un hijo se volvió mi nueva geografía. Seguir sus pasos y acentuar los ojos atendiendo cualquier descuido con alerta me trajo la experiencia y el recuerdo de cuando un día en una mañana de julio pude yo despertar a una fantasía habitada en un país vecino y en la sábana envuelta en mi pecho de mi bandera de águila al centro, y entender que a veces ir es apenas la mitad del camino, y que regresar es justo la forma para ir mas lejos, y que la casa es donde uno empieza a hacer el origen del nido, a labrar el camino de los que retomarán la ruta, no donde uno nace sino dónde uno crece y decide llamar a su sitio hogar y patria.
     Cuando regresé a Los Ángeles también supe que un día me llamaría el destino para emprender la vuelta, y así sucedió. Un cáncer violento y carnívoro se sembró al interior del cuerpo de mi madre y eso me hizo llenar las alforjas y regresar en una estancia definitiva. Mi madre murió meses después y le secundó la última de mis abuelas por una vejez terminal, y entonces apareció el palpitar de mi segundo hijo en el camino. Mi viaje por la vida recién se estaba abriendo a otros horizontes, y la vida me ha dado el pasaporte para entender que las rutas no me hacen de aquí o de allá, sino que soy residente de todas partes.

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